martes, 30 de junio de 2009

EL RESPLANDOR

Les contaré de otro excelente paquete libro/película:
El Resplandor
Novela de Stephen King (1977)
Versión cinematográfica de Stanley Kubrick (1980)
Si les pido que mencionen diez películas de terror, seguramente más de una será una adaptación de las novelas de King:
Carrie, Salem´s lot, Cujo, La zona muerta, Christine, Los niños del maíz, Cementerio maldito, Eso, La ventana secreta, 1408, Sobre-natural...
De Kubrick basta mencionar algunas de sus películas: Naranja mecánica, Cara de guerra, 2001: Odisea al espacio...
Tengo que confesar que El Resplandor es el primer libro de King que leo. Como he visto casi todas sus adaptaciones cinematográficas, me rehusaba a leerlo porque al ver una película te quedas con esas imágenes y al leer el libro no puedes borrarlas.
Afortudamente (gracias al diplomado) leí El Resplandor y quedé maravillado.
Si recuerdan algunas de las películas mencionadas, notarán que los personajes están bien cimentados; son reales; imperfectos; con emociones, defectos y virtudes muy humanas. Cuestión que últimamente le cuesta mucho a los directores y escritores transmitir.
En la novela, Jack Torrance (John en la película: primer cambio) arrastra algunos problemas: su padre era alcóholico y le golpeaba... cuestión que lo llevaría a volverse uno; Wendy (en la película no es rubia y es mucho más pasiva que en el libro) tiene problemas con su madre, una hermana muerta y celos de la relación Jack-Danny.
En la película no entran en detalles de este don (o maldición) que tiene: Danny "esplende" y puede saber lo que piensas, lo que pasará...
Kubrick respeta la escencia de la novela y le añade, acertadamente, el toque visual que nos ha y seguirá maravillando (estaba muy adelantado a su época).
Todos recordarán esa gran escena donde un mar de sangre recorre los pasillos del Overlook (el hotel)... temo desilusionarlos, pero eso no viene en la novela; tampoco la aparición de las hermanitas asesinadas (sólo se hace mención).
Una de las mejores secuencias de la película es cuando Danny recorre el Overlook en su triciclo. El audio es maravilloso, (basta recordar los cambios cuando cruza la alfombra y regresa a la madera). En la novela, Danny recorre el Overlook caminando.
Jack Nicholson está genial y no imagino a otro actor encarnando a Jack (John) Torrance.
Otro cambio es el maravilloso laberinto de arbustos. En la novela no aparece; y es que visualmente es más llamativo un laberinto de arbustos que simples arbustos podados con forma de animales.
El final varía, pero eso no se los contaré para que lean el libro.
Si les interesa, tengo el e-book; así que dejen su mail en comentarios y se los mando.
Hay un fragmento en la novela (que no aparece en la película) que me encantó por el grado de suspenso que maneja:

"...Desde atrás llegó de nuevo el mismo ruido, el flamp de la nieve al caer. Se dio la vuelta y vio que ahora la cabeza de uno de los leones se alzaba sobre la nieve, mostrándole los dientes. Y estaba más cerca de lo que debería haber estado, casi junto al portón de la zona infantil. El terror intentó resurgir y él lo dominó. Era el Agente Secreto, y se escaparía.
Empezó a andar para salir de la zona infantil, dando el mismo rodeo que había dado su padre el día de la primera nevada. Se concentró en la forma de andar con raquetas. Pasos lentos y llanos. No levantar demasiado el pie, para no perder el equilibrio. Girar el tobillo para hacer que la nieve caiga de las correas. Qué lento parecía. Llegó a la esquina de la zona, donde la nieve formaba un ventisquero alto, que le permitió pasar por encima de la cerca. Ya estaba a mitad de camino cuando estuvo a punto de caerse, cuando la raqueta del pie que quedaba atrás se le enredó en uno de los postes de la cerca. Se inclinó en un ángulo inverosímil, extendiendo los brazos, recordando lo difícil que era volver a levantarse cuando uno se caía.
Desde su derecha le llegó el mismo ruido sordo de desmoronamiento de nieve. Al mirar vio que los otros dos leones, despejados de nieve hasta las garras delanteras, estaban uno junto al otro, a unos sesenta pasos de distancia. Las muescas verdes que señalaban los ojos estaban fijas en él. El perro había vuelto la cabeza. (Eso sólo sucede cuando no estás mirando.)
—¡OH! Ay...
Las raquetas para la nieve se le habían cruzado y Danny cayó boca abajo en la nieve, extendiendo inútilmente los brazos. La nieve se le metió por la capucha y por el cuello y dentro de los bordes de las botas. Se esforzó por enderezarse y salir, procurando volver a pisar sobre las raquetas, sintiendo cómo el corazón ya le latía enloquecido (El Agente Secreto recuerda que eres el Agente Secreto) y volvió a perder el equilibrio, esta vez hacia atrás. Durante un momento se quedó tendido mirando al cielo, pensando que lo más sencillo era entregarse.
Después pensó en eso que había en el tubo de cemento y se dio cuenta de que no podía. Volvió a ponerse de pie, y se dio la vuelta a mirar el jardín ornamental. Ahora los tres leones estaban juntos, tal vez a unos doce metros de distancia. El perro se había desplazado a la izquierda de ellos, como para bloquearle la retirada a Danny. No tenia nada de nieve, salvo un collarín polvoriento en torno del cuello y del hocico. Y todos estaban mirándolo.
La respiración había vuelto a acelerársele, y detrás de la frente sentía el pánico como una rata que lo roía desde dentro, retorciéndose. Peleó con el pánico, peleó con las raquetas para la nieve. (La voz de papá: no, no pelees con ellas, doc. Camina sobre ellas como si fueran tus propios pies. Camina con ellas.) (Si, papa.)
Empezó de nuevo a caminar, intentando recuperar el ritmo fácil que había practicado con su papá. Poco a poco empezó a encontrarlo, pero con el ritmo vino el darse cuenta de lo cansado que estaba, de hasta que punto el miedo lo había extenuado. Sentía los tendones de las piernas ardientes y temblorosos. Hacia delante se distinguía el «Overlook», burlescamente distante, que daba la impresión de estar mirándolo con sus múltiples ventanas, como si todo no fuera más que una especie de competición en la que apenas estaba interesado.
Danny volvió a mirar por encima del hombro y la respiración presurosa se le cortó durante un momento antes de reanudarse, más entrecortada aún. El león más próximo no estaría ahora a más de seis metros a sus espaldas, abriéndose paso en la nieve como un perro que nadara en un estanque. Los otros dos, a derecha e izquierda lo seguían. Eran como un pelotón del ejército en misión de patrulla; el perro, que seguía un poco a la izquierda, guardándoles el flanco. El león más próximo tenía la cabeza baja; los músculos de las paletillas se le perfilaban poderosamente por encima del
cuello. Tenia la cola levantada, como si en el instante antes de que Danny se volviera a mirarlo hubiera estado agitándola inquietamente. El chico pensó que parecía un gato común, pero grande, que se divirtiera en jugar con un ratón antes de matarlo.
(…caerse...)
No, si se caía estaba perdido. Jamás lo dejarían que se levantara. Le saltarían encima. Extendió desesperadamente los brazos y se precipitó hacia delante; el centro de gravedad se le desplazó fuera del cuerpo. Danny lo atrapó y siguió adelante, sin dejar de mirar por encima del hombro. El aire le silbaba al entrar y salir de la garganta, seca como un vidrio. El mundo se había reducido a la nieve cegadora, el verde de los setos y el murmullo susurrante de las raquetas para la nieve. Y algo más. Un ruido suave, ahogado, acolchado. Trató de apresurarse más, pero no podía. En ese momento iba andando por la senda sepultada bajo la nieve, con su carita de niño casi hundida en la capucha del anorak, en la tarde calma y luminosa.
Cuando volvió a mirar hacia atrás, el león delantero estaba apenas a un metro y medio de él. Con una mueca. La boca abierta, las grupas tensas como la cuerda de un reloj. Por detrás de él y de los otros leones alcanzó a ver al conejo, que ahora también asomaba fuera de la nieve la cabeza, de un verde brillante, como si se hubiera despojado de su horrenda máscara inexpresiva para ver el final de la cacería.
Ahora, ya sobre el césped del jardín delantero del «Overlook» entre la calzada circular para coches y la terraza, Danny se dejó ganar por el pánico y empezó a correr torpemente con sus raquetas para la nieve, ya sin atreverse a mirar hacia atrás, cada vez más inclinado hacia delante, con los brazos extendidos ante él como un ciego que tanteara los obstáculos. La capucha se le había caído y dejaba al descubierto la cara de un blanco enfermizo, pastoso, que en las mejillas dejaba lugar a rojas manchas afiebradas, los ojos desorbitados por el terror. Ahora ya estaba muy cerca de la terraza.
Tras él oyó de pronto el crujido áspero de la nieve, en el momento en que algo saltaba. Cayó sobre los escalones de la terraza, gritando sin emitir ruido alguno, y trepó a gatas, mientras las raquetas se sacudían ruidosamente tras él.
En el aire resonó un ruido sibilante y Danny sintió un repentino dolor en la pierna. Ruido de tela que se desgarra. Algo más que tal vez estuviera —que tenia que estar— únicamente en su mente. Un bramido, un rugido colérico. Olor de sangre y de arbustos.
Cayó en la terraza cuan largo era, sollozando roncamente, sintiendo en la boca, rico, metálico, un sabor a cobre. El corazón le golpeaba como un trueno en el pecho. De la nariz se le escurría un hilillo de sangre. No tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí tendido cuando se abrieron las puertas del vestíbulo y Jack salió corriendo, sin más ropa que los tejanos y un par de zapatillas. Tras él venia Wendy.
—¡Danny!
—¡Doc! ¡Danny, por Dios! ¿Qué te pasa? ¿Qué sucedió?
Papá lo ayudaba a levantarse. Por debajo de la rodilla, Danny tenía los pantalones desgarrados. Además, el calcetín de lana de esquiar también estaba desgarrado, y en la pantorrilla se le veía un raspón superficial... como si hubiera intentado abrirse paso a través de un seto verde muy vivo, muy tupido y las ramas lo hubieran rasguñado.
El chico miró por encima del hombro. Allá lejos en el parque, pasando el campo de golf, se veían varias formas imprecisas, cubiertas de nieve. Los animales del seto. Entre ellos y la zona infantil. Entre ellos y el camino. Las piernas se le aflojaron. Jack lo recogió, y Danny empezó a llorar."

Un dato curioso: Stephen King y su esposa Tabitha era tan pobres que vivían en un remolque; Stephen daba clase en una preparatoria y escribía. Un día se desesperó tanto que tiró a la basura una novela. Tabitha la recogió y la leyó. Le encantó y la llevaron a una editorial. Esa novela resultó ser Carrie.
Ahora Stephen King es el escritor vivo más leído...

MARTES $19

Hoy les recomendaré tres películas del director inglés Neil Marshall.




Luna llena (Dog soldiers), como su nombre lo indica, es una película de hombres lobo o licántropos. Un grupo de soldados llega a los bosques de Escocia para hacer un ejercicio de rutina y se encontrará con una desagradable sorpresa. De bajo presupuesto, totalmente gore... La considero una de las mejores películas de licántropos.

En El descenso (The descent) las protagonistas son un grupo de mujeres que les gustan los deportes extremos y se lanzan a una cueva inexplorada. Como se imaginarán, allá abajo no habrá ni flores ni maripositas. Mayor presupuesto, pero igual de gore que luna llena. No se confundan con otra película parecida llamada La cueva, que es una porquería.


El día del juicio (Doomsday) es la película más reciente de Neil. Cambió un poco de giro, ya no es totalmente de terror, en este caso el género principal es ciencia ficción muy al estilo de Mad Max, pero sin dejar de lado la parte gore que tanto me agrada. Llena de acción y violencia con mucho mejor presupuesto.

lunes, 29 de junio de 2009

EMILIANO GONZÁLEZ 03

Ahora, algo de poesía de Emiliano González:

A UN VIEJO POETA SABIO

Las horas de tu vida son de todos.
Fatigas los ocasos con tu sombra;
Los libros cotidianos y la alfombra
Conocen tu rondar y tus recodos.
Objetos permanentes, artes, modos
De ser en otro ser que no se nombra
Tuyos y nuestros son: no nos asombra.
Dejaste ya los nombres, los apodos
De Dios a tus enérgicos lectores.
Perdónalos: son pocos pero el tiempo
Hará infinito el número en amores.
Tu libro recibí. Ya me atarea
Su rosa inmemorial, que es la del Tiempo.
¿El último, quizá. . ? Que no lo sea.

GLENARVAN, PINTOR DE CABALLOS, MIRA SUS MANOS

Mis manos, torpes manos que delatan
El vértigo falaz y los confines
De páramos distantes, de jardines,
Se obstinan en culparme. Así dilatan
El curso de los años y me matan
En cada bosquejar locos rocines.
"De nada servirá que te persignes"
Dicen cuando en plegarias se desatan.
Yo pienso al ver crecer mis cicatrices,
Los símbolos que el Tiempo ha diseñado,
En lúgubres y pálidas actrices
Que ignoran su papel de espada y capa.
En ese arbitrio vil, todo arañado
El cielo nocturnal hizo su mapa.

IN MEMORIAM

Tu muerte es un insulto a la lujuria
Del verso que en sí mismo se solaza
Durante los melindres de la caza
Herética de símbolos y furia.
Celoso de tu fin pleno de rosas
Profana con frialdades de cicuta
La carne virginal, te llama puta
Con sólo amalgamar frases hermosas.
Ajena a esta comedia te incorporas
Al polvo residual del Camposanto
Bajo árboles, raspando vanas horas
Hechas de eternidad, de sangre seca.
Mi asiduo poetizar urde su espanto:
Huevo conjetural, suerte de mueca.

VIVE LATINO

Este fin de semana fue puro rock and roll.
Se celebró el festival Vive Latino 2009 en el Foro Sol tanto el sábado como el domingo.
Un escenario principal; dos menores y uno alternativo.
Lo mejor del festival fue la compañía.
Casi me corto las venas con San Pascualito Rey y su llegadora ¿Por qué?
Quedé sorprendido con un grupo argentino llamado Paté de Fuá (próximos a presentarse en el lunario)
La chica de Hello Seahorse! demostró que su voz angelical es todavía mejor en vivo. ¿Será la nueva Rita Guerrero?
Zoé sonaron muy bien y Jaguares prendieron con sus rolas clásicas.
Calamaro me sorprendió. ¡Todo un showman!
Gran presencia escénica de Salvador de La Castañeda. Perturbadores diablos en el escenario.
Interesante la rola y media que escuché de Cabezas de cera.
La Banda Bostik prendió y se armó uno de los más grandes slams que he visto.
Grata sorpresa la de Adanowski. Cabaret, teatro, música...
Molotov hizo vibrar el Foro Sol con Puto y dejó las cosas calientes para Los Fabulosos Cadillacs.
Gran poder del dúo (hermanos) Yokozuna y no paré de sacudir el cráneo con los metaleros de Maligno.

A pesar de la lluvia y de los taxistas rateros, fue una grata y renovadora experiencia.

jueves, 25 de junio de 2009

BESTIARIO 03

Continuamos con la obra de Juan José Arreola:

EL BISONTE

Tiempo acumulado. Un montículo de polvo impalpable y milenario; un reloj de arena, una morrena viviente: esto es el bisonte en nuestros días.
Antes de ponerse en fuga y dejarnos el campo, los animales embistieron por última vez, desplegando la manada de bisontes como un ariete horizontal. Pues evolucionaron en masas compactas, parecían modificaciones de la corteza terrestre con ese aire individual de pequeñas montañas; o una tempestad al ras del suelo por su aspecto de nubarrones.
Sin dejarse arrebatar por esa ola de cuernos, de pezuñas y de belfos, el hombre emboscado arrojó flecha tras flecha y cayeron uno por uno los bisontes. Un día se vieron pocos y se refugiaron en el último redil cuaternario.
Con ellos se firmó el pacto de paz que fundó nuestro imperio. Los recios toros vencidos nos entregaron el orden de los bovinos con todas sus reservas de carne y leche. Y nosotros les pusimos el yugo además.
De esta victoria a todos nos ha quedado un galardón: el último residuo de nuestra fuerza corporal, es lo que tenemos de bisonte asimilado.
Por eso, en señal de respetuoso homenaje, el primitivo que somos todos hizo con la imagen del bisonte su mejor dibujo de Altamira.

miércoles, 24 de junio de 2009

BORGES 02

Una historia maravillosa del maestro Jorge Luis Borges.
¡Disfrútenla!
Para Anita.

El inmortal

Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII

En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los águilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.

II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo...
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron.) Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.

III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.


Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.

IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos... Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.

V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea (1). Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
... He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "una reprobación que era casi un remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: "En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos (2).
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de "la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus". Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.


A Cecilia Ingenieros

(1) Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado.
(2) Ernesto Sábato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.

martes, 23 de junio de 2009

MARTES $19

En esta ocasión quiero recomendarles dos películas rusas:




Guardianes de la noche es parte de una trilogía (la segunda parte: guardianes del día, ya está a la renta y es buena, pero no alcanza la efectividad de esta primera parte) del director Timur Bekmambetov, que también dirigió recientemente Se busca (Wanted) y la próxima a salir 9; película animada donde comparte el crédito de productor ni más ni menos que con Tim Burton.

Impresionantes efectos visuales; historia totalmente fantástica y subtítulos (a menos que sepas ruso) innovadores: ya no son las típicas traducciones con letra blanca; éstos tienen vida e interactúan con las escenas.


Demos un giro de 180 grados: El regreso es una película de Andrey Zvyagintsev donde los efectos visuales son sustituídos por la belleza de los paisajes de la campiña rusa. De ritmo lento para disfrutar cada cuadro, nos cuenta la historia de dos hermanos a los que les cambia la vida al regreso de un ser querido. Conmovedora e intrigante

lunes, 22 de junio de 2009

EMILIANO GONZÁLEZ 02

Para todos aquellos que les gusta leer y escribir, algo más de Emiliano González:

LA LECTURA SECRETA

Hay en el mundo cierto número de libros (nunca más de catorce, nunca menos de siete) cuya naturaleza es tal que vuelve prescindible cualquier otra lectura. Cada ejemplar —de redacción sencilla, longitud regular y formato común— es el único de la edición, aunque simule pertenecer a una de gran tiraje. Los autores y el contenido varían de acuerdo con los individuos, entendiéndose "individuo" como "lector potencial de libros sagrados": yo tengo una lista, usted otra y ambas exigen ser leídas por orden... sólo que el trabajo de ordenarlas nos corresponde. Generalmente, lo primero que hallamos es un volumen que ocupa un lugar intermedio. Su texto tiene dos significados: uno literal y otro simbólico, que resultará oscuro y que no se esclarecerá mientras no leamos el volumen que lo precede, a su vez fundado en otro. ¿Cómo hacerlo? Aquí entran manos divinas o diabólicas: cada volumen alude, en el curso de su desarrollo, al antecedente inmediato y al volumen posterior. Como a veces lo hace por medio de una palabra, de un signo, de un número, lo que resta del texto es materia sobrante y no añade ni quita nada a nuestro entendimiento, justificando sólo el empleo de la palabra, signo o número que sirve de enlace entre un volumen y otro. Puede ocurrir también que la alusión se realice por medio de citas o que el volumen número cuatro sea un ensayo acerca del volumen número tres. Entonces, quizás el volumen número cinco sea una refutación de ambos y en su transcurso una referencia extraña nos remita al volumen número seis, que no ha sido escrito todavía. Ese hiato en la continuidad de la serie se traduce en una orden: "escríbalo usted mismo". La tarea es comprometedora, sobre todo si nos toca el último (cosa que ignoramos hasta poner el punto final): sé de presuntos demiurgos que han muerto, han desaparecido misteriosamente, han descendido peldaños en la escala zoológica o han enloquecido una vez agotada su ración de volúmenes. Otros, en cambio, sufren un levísimo percance, una mutación, digamos, en el color de los ojos, en la cantidad de dedos de la mano, en el modo de tomar el cuchillo y el tenedor. Deploro y temo las consecuencias, pero alcanzo a ver en ellas un razonable precio a pagar por quienes, como yo, anhelan capturar, escribiendo, un sentido en este laberinto de efectos y de causas.


Afortunadamente, las estrellas me han sido propicias: los dos volúmenes que tengo a mano son, efectivamente, el primero y el segundo de mi lista. Uno de ellos, Compendio de historia universal, finge ser un libro de texto. El otro, Sonetos angélicos, está firmado por un tal Aniceto Pedrish. No el Pedrish de las antologías modernistas, ni precisamente el mismo Sonetos angélicos tan famoso: el supuesto Pedrish y los Sonetos apócrifos, que un halo delator, imperceptible a los ojos profanos, me hizo descubrir en los anaqueles de una librería de viejo. Una nota al pie de página en el prefacio mencionaba, grotescamente, el Compendio de historia universal. Esa mención no consta en las ediciones corrientes, lo cual me dio la clave. Ahora ocupo la mayor parte de mi tiempo descifrando el Compendio de apariencia inofensiva, en busca del párrafo, la línea o la palabra que prefigure un volumen próximo. Vivo en un barrio de almas afines, una especie de hermandad. Para atenuar el spleen, mis colegas discuten, bajo toldos rayados, pormenores y tramas de sus respectivos libros. (De vez en cuando, alguien emprende un largo viaje.) Yo prefiero el silencio de mi trabajo, un tanteo en las sombras que iluminará o fulminará, en el momento póstumo, a mis ojos ciegos.

domingo, 21 de junio de 2009

NOCTURNA

¡Ayer fue un día maravilloso!
No entraré en detalles; lo que quiero comentar es que parte de esa felicidad reside en lo que estoy sosteniendo en las manos en este instante:
La novela de Guillermo del Toro: NOCTURNA
Si han seguido este blog, recordarán que había puesto una entrevista acerca de su novela:
http://mortinatos.blogspot.com/2009/05/guillermo-del-toro.html


LIBRO I (Nocturna) de la TRILOGÍA DE LA OSCURIDAD.

Está editado por SUMA de letras.

Tiene un costo de $250

Se encuentra en todas las librerías, incluso en Sanborn´s.
¡550 páginas que ansío devorar!
En cuanto lo termine pondré mi crítica/reseña.



Otra parte de esa felicidad es que conseguí EL HORROR DE DUNWICH de H.P. Lovecraft ilustrado por Santiago Caruso.
¡No quiero ni quitarle el plástico!
Lo veré detenidamente en la noche.










jueves, 18 de junio de 2009

105.7 ROLAS

Las 105.7 mejores canciones del rock mexicano de los últimos 20 años fue una lista que publicó, mediante votos de los radio-escuchas, la estación REACTOR (105.7FM).
Este tipo de listas se está haciendo popular en la estación, basta con recordar las 105.7 mejores canciones del 2008.
Tengo que reconocer que soy una persona mal pensada. Creo que para todo existe una razón oculta. Para empezar, ¿por qué solamente de los últimos 20 años?; ¿qué tiene de especial 1989?; ¿por qué solamente de rock nacional si todavía faltan algunos meses para septiembre?...
Esta lista salió justamente un día antes de la presentación de CAFÉ TACVBA en el Foro Sol celebrando sus 20 años. Mis preguntas han quedado respondidas.
Y es lo que tiene esta estación: se cuelgan de los eventos; lo mismo ha pasado con RADIOHEAD, METALLICA... Bien dijo Alex Lora: "sólo me tocan cuando vengo a promocionar disco"
Salvo algunos locutores (Elvis, Klaussen, El jinete y Güicho) los demás son todos unos rockstars.
Y bueno, eso de que la "banda" escogió esas rolas me genera muchas dudas; hemos tenido muy malas experiencias con eso de los votos...
Pero analicemos la lista:


Las Flores - Café Tacvba

Espiral - Porter

El Baile y El Salón - Café Tacvba

La Célula Que Explota - Caifanes

Cenit - La Castañeda

Pachuco - La Maldita Vecindad y Los Hijos del 5to Patio

Puto - Molotov

El Son Del Dolor - La Cuca

Pobre De Ti - Tijuana No

Kumbala - La Maldita Vecindad y Los Hijos del 5to Patio

Love - Zoé

La Balada - La Cuca

Gimme Tha Power - Molotov

Fotografía - Jumbo

Bestia - Hello Seahorse!

La Dosis Perfecta - Panteón Rococó

Siento Que - Jumbo

Duerme Soñando - El Gran Silencio

Horror Amor - Six Million Dollar Weirdo$

Tornasol - La Gusana Ciega

El Esqueleto - Las Víctimas del Dr. Cerebro

Ingrata - Café Tacvba

Solín - La Maldita Vecindad y Los Hijos del 5to Patio

Azul Casi Morado - Santa Sabina

No Dejes Que - Caifanes

Vivo - Fobia

Las Batallas - Café Tacvba

Mr. P Mosh - Plastilina Mosh

El Fantasma de la Rana - Sekta Core

Dead - Zoé

El Microbito - Fobia

No Me Tientes - La Gusana Ciega

De Mis Pasos - Julieta Venegas

Voto Latino - Molotov

Soñé - Zoé

Comprendes Mendez - Control Machete

Jajaja - La Lupita

El Diablo - Fobia

Veneno Vil - Fobia

Ya Tus Amigos - Las Víctimas del Dr. Cerebro

Viento - Caifanes

Dixie - Dildo

Peligro - Ely Guerra

La Chica Banda - Café Tacvba

Las Piedras Rodantes - El Tri

Los Dioses Ocultos - Caifanes

El No Lo Mató - El Hargán

Chilanga Banda - Café Tacvba

Hoy Tengo Miedo - Fobia

Eres - Café Tacvba

Te Vas A Acordar De Mi - Tex Tex

¿A Dónde Van Los Muertos? - Kinky

Un Poco De Sangre - La Maldita Vecindad

Muñequita Sintética - Haragán y Cia.

La Transfusión - La Castañeda

Beber De Tu Sangre - Los Amantes de Lola

Las Noches de tu Piel - La Castañeda

Hipnotízame - Fobia

Soñare - División Minúscula

Tu Luz - Azul Violeta

Un Vicio Caro Es El Amor - Dld

Rompecabezas - Los Concorde

Siempre Te Busqué - Monocordio

Vía Láctea - Zoé

Frijolero - Molotov

Pum Pum Bang Bang - Los Esquizitos

La Carencia - Panteón Rococó

Que Grosero - Las Ultrasónicas

Si Me Advertí - Zurdok

América - Resorte

Si Señor – Control Machete

Nubes - Caifanes

Avientame – Café Tacvba

Aquí No Es Así - Caifanes

Don Palabras – Maldita Vecindad

Afuera - Caifanes

María – Café Tacvba

El Garage De Gina Monster – Lost Acapulco

Pobre Soñador – El Tri

Soun Tha Mi Primer Amor - Kinky

Rasta-Mandita - Molotov

Deja Te Conecto – Zoe

Sería Feliz – Julieta Venegas

Contrabando Y Traición – La Lupita

Ojos Claros, Labios Rosas – Ely Guerra

Sol De Medianoche – Salón Victoria

Debajo De Tu Piel - Caifanes

Tonta Canción de Amor No. 2 - El Gran Silencio

Abre Los Ojos - Zurdok

Las Persianas - Café Tacvba

Chicles - Santa Sabina

Esa Noche - Café Tacvba

Miel - Zoé

Godzilla - Niña

Antes De Que Olviden - Caifanes

Quisiera Ser Alcohol - Caifanes

Nada - Zoé

Miel del Escorpión

Host Of A Ghost - Porter

Celofán - La Gusana Ciega

Descontrol - Fobia

Desde Que - Los Liquits

Andamos Armados - Control Machete

Día Negro - La Barranca

Maldito - Jessy Bulbo

105.7 3 Lunares - Kerigma

Efectivamente, CAFÉ TACVBA ha sido la mejor banda en los últimos 20 años, así que no tengo problemas con sus 11 rolas. Pero existen bandas que se me hacen sobrevaloradas, como JUMBO, pero como están a punto de sacar nuevo disco...
La mayor parte de la lista está ocupada por bandas clásicas y unas muy buenas bandas nuevas; pero, ¿los concorde?
De EL TRI sólo 2 canciones; de rock urbano sólo HARAGÁN Y CIA. (el mero mero del urbano) y TEX TEX.
De metal, NADA; ¿dónde quedó LUZBEL, TRANSMETAL, NEXT... o la nueva generación como MALIGNO?
El .7 de la lista pasada lo ocupó Armandititita (se entiende el por qué); pero en esta lista no entiendo porqué KERIGMA (con su one hit wonder) ocupó ese lugar

Como en toda lista, siempre habrá este tipo de polémica; lo que no me late es que sus oscuras intenciones sean tan obvias.

NEW BORN

Si solo dispongo de una canción para definir la música de la banda inglesa MUSE, sin dudarlo selecciono NEW BORN del oscuro disco del 2001, Origin of symmetry; contiene TODO lo que es la banda: pianito, voz angelical, distorsión, prendidez, letra introspectiva...
Matt Bellamy es uno de los artistas más completos de la actualidad. Ejecuta magistralmente el piano y la guitarra, y por si fuera poco, alcanza unos agudos que muy pocos lo hacen.
Esta versión en vivo en Glastonbury es impresionante. El poder y técnica de la banda son palpables.
Pongan especial atención al cambio de piano a guitarra.
Genial el detalle de Matt de salir a tocar con una bata de laboratorio. Realmente es un científico del rock.




Esta rola se utilizó en el soundtrack de la película francesa de Alexandre Ajá EL DESPERTAR DEL MIEDO (haute tension), que es una de mis películas favoritas de terror. Acertada decisión, ya que sintetiza lo que es el filme.

Espero con ansia el 14 de Septiembre, fecha oficial del lanzamiento de su nuevo disco que se llamará THE RESISTANCE.
Sé que será impresionante y espero que se den otra vuelta al país y nos ofrezcan otro memorable concierto.

miércoles, 17 de junio de 2009

BORGES 01

Hijo de una familia acomodada, Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899 y murió en Ginebra, una de sus ciudades amadas, en 1986. Vivió, desde pequeño, rodeado de libros; y, entre 1914 y 1921, y más tarde en 1923, viajó a Europa, lo que le puso en contacto con las vanguardias del momento, a cuya estética se adhirió, especialmente al ultraísmo. En la primera mitad de esa década dirigió las revistas Prisma y Proa. Poeta, narrador y autor de ensayos personalísimos, ganó el premio Cervantes en 1980 y fue un eterno candidato al Nobel, ingresando en la ilustre nómina de quienes, como Proust, Kafka o Joyce, no lo consiguieron. Pero, como ellos, Borges pertenece por derecho propio al patrimonio cultural de la humanidad, y así está reconocido internacionalmente.
Ficciones, libro aparecido en 1944, con el que ganó el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, es uno de los más representativos de su estilo.



La Biblioteca de Babel

By this art you may contemplate the
variation of the 23 letters...
The Anatomy of Melancholy, part. 2,
sect. II, mem. IV


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades fecales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ta qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas
esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La
luz que emiten es insuficiente, incesante. Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable: mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: «La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible». A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones, cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: «El número de símbolos ortográficos es veinticinco».(1) Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos, no es del todo falaz.) Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterable MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores. Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior (2) dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las...

1 El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)
2 Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.

...veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: «No hay, en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos». De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros. Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero. También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada. A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden. Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos. También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumado mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total;(1) ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme biblioteca se justifique. Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira». Esas palabras, que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres

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que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos -y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición «ubicuo y perdurable sistema...

1 Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.

...de galerías hexagonales», pero biblioteca es «pan» o «pirámide» o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?) La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta. Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar -lo cual es absurdo-. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.(1)

1941, Mar del Plata

1 Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.



martes, 16 de junio de 2009

MARTES $19

En esta ocasión les recomendaré algunas películas de Christopher Nolan (famoso por sus nuevas versiones de Batman)

Tres grandes actores: Al Pacino, Hilary Swank y un impresionante Robin Wlliams. Estar en Alaska donde prácticamente todo el día hay luz solar, sin duda te provocará insomnia e impedirá que observes la realidad... de todas formas, la realidad es sólo un sueño.

Guy Pierce en su mejor papel. Imagina que tienes un raro desorden cerebral llamado Memento, que es la incapacidad de generar nuevos recuerdos... ¿Qué harías? Probablemente lo mismo que Leonard: apuntar en papelitos y pegarlos por todas partes; tomar fotografías; tatuarte las cosas realmente importantes... ¿Cómo saber quiénes son tus amigos; tus enemigos; la verdad? Innovadora y creativa forma de contar la historia.

Hugh Jackman, Christian Bale, Michael Caine y la hermosísima Scarlett Johansson. No habría necesidad de contarles más. ¿Cómo diferenciar la magia de la simple ilusión? Ese es el gran truco. Excelente aparición de David Bowie como Tesla.

lunes, 15 de junio de 2009

EMILIANO GONZÁLEZ 01

Emiliano González

México (1955). Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores entre 1975 y 1976, así como del INBA/FONAPAS entre 1978 y 1979. Como poeta ha publicado: La inocencia hereditaria (1986), Almas visionarias (1987), La habitación secreta (1988) y Orquidáceas (1992). Su obra narrativa comprende la novela Casa de horror y magia (1989) y el volumen de cuentos Miedo castellano (1973) y es coautor de la antología El libro de lo insólito (1988). Los sueños de la Bella Durmiente mereció el Premio Xavier Villaurrutia 1978.

“La sensación que se produce desde los primeros momentos de la lectura es la de penetrar en un espacio mágico, cerrado en sí mismo por reglas oscuras e inviolables pero a la vez abierto a la contemplación, a un placer sin culpa.” Alberto Chimal


LA HERENCIA DE CTHULHU

I: El museo

Hay sacramentos del Mal a nuestro alrededor
ARTHUR MACHEN

Dos leyendas circulan en torno al Museo del Chopo. La primera nos habla de una ciudad espantosa construida alrededor de este bello Templo (que alguna vez alojó a una orden hermética llamada "La Cruz Resplandeciente", integrada por masones defraudados y altivos rosacruces) con el propósito de, llegado el día, poder tragárselo vivo: un gran monstruo de concreto gris engullendo a una pequeña, pero espléndida, quimera de hierro verde. La idea de una ciudad construida para destruir a la belleza sigue dotando a mis pensamientos de una cierta melancolía que la segunda leyenda, opuesta radicalmente a la primera, esfuma de inmediato. Se refiere también a un Templo, pero esta vez consagrado al oscuro ritual de la diosa Cibeles, ignorado sobreviviente de los horrores de la Inquisición, destinado a convertir, una vez que haya signos propicios en el cielo, a la gran ciudad que lo rodea en un gran sucedáneo del Templo: una pequeña quimera de hierro verde extendiendo su roña iniciática hasta sustituir con el suyo el parco estilo del gran monstruo de concreto y reclutar a sus habitantes, que hasta entonces no han sido otra cosa que autómatas, entre los adeptos a un culto cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. Ambas leyendas, divulgadas seguramente por jóvenes aficionados a las ciencias ocultas, me satisfacen sólo hasta cierto punto, pues entreveo, en esa mortificación del hierro, en ese cúmulo de incipientes gárgolas de utilería, al Gaudí primigenio, que construye un templo, sí, pero no un templo real, humano, sino una siniestra farsa, una burla cósmica de los templos que construyen los hombres, y es que, ante ciertas edificaciones providenciales, el hombre sabe reconocer la escritura blasfema que difamará para siempre su memoria.
También hay quienes, en un afán de armonía general, quieren aliviarnos un poco diciendo: tanta belleza reunida en tan pequeño apéndice de tan enorme monstruo termina por opacar la fealdad del conjunto, pero desgraciadamente esta hipótesis, aunque romántica, es falsa: ninguna estrella, por luminosa que sea, nos hace olvidar la noche que la contiene.
Un dios me ha dado en un sueño ámbitos de fiera luz y complicada imaginería de metales, y he creído discernir en ellos las galerías de un Museo de Historia Natural cuyas vitrinas exponen todo aquello que Barnum y sus discípulos han preferido dejar en el olvido: hermafroditas, hombres-lobo, inquietantes enanos momificados o conservados en formol, dientes de vampiro, maletas, lámparas y libros de piel humana, mandrágoras, algas alucinógenas y, ocupando el espacio central, la osamenta semicarcomida de un monstruo que los anales de la paleontología no registran: el Megalorium Tremens, dinosaurio alado, bicorne y a todas luces carnívoro que asoló los bosques petrificados del carbonífero con su pestilente carga de furia primitiva y huesos que son músculos que son huesos, rey innegable de los vertebrados habidos y por haber, presidiendo su cohorte de fenómenos con las cuencas vacías que los siglos quieren ornar de telarañas. Mirarlo, imaginar los ojillos brutos que alguna vez brillaron ante la carne fresca es quedar petrificado, ser por un momento el fósil de un insecto extinto que, como castigo por mirar demasiado aquello que ni ojos animales ni ojos humanos debieran ver, ha quedado plasmado en un trozo de ámbar.
El sueño, empapado en luz verdosa, se sucede con la lentitud angustiada de los laberintos, galería tras galería, y cada vitrina supera en originalidad y en horror a la precedente, siendo única en su clase y, aunque en apariencia insuperable, prefigurando siempre a otra aun más atroz. El sueño se desvanece cuando, ante la penúltima pieza de la colección (es tan horrible que algo peor no se concibe) retrocedemos, temblando, y al tratar de huir nos damos cuenta de que todas las galerías conducen fatalmente a esa vitrina que, además, carece de clasificación o notas explicativas. No he podido nunca recordar con precisión su contenido, pero si una piedad del dios me lo impide, no quisiera nunca dejar a ese dios tejer su lenta pesadilla más allá de donde acostumbra, porque entonces el olvido no sería un consuelo ni tampoco, sospecho, lo sería el despertar... si es que tal cosa es factible cruzados ciertos límites...
Disfrazado de Museo, el edificio pasa como tal durante la vigilia, y un dios misericordioso ha querido que, por esta vez, la máscara sea la cara y que el Museo sea el Museo y no el Infierno. Pero nos ha legado el sueño, que los concilia, porque hay una región (que algunos llaman el Museo) donde el sueño y la muerte son la misma cosa.

2: H. P. Lovecraft

Hay hombres que hablan solos con su sombra
Y clavan en la luna de jacinto
Dones de clara luz, color extinto,
Mas este nada sino espantos nombra.
Dudosa de su curso va la alfombra
Poblando de arabescos el recinto.
No hay nadie. Estoy aquí. No soy distinto
AI rey que hace prodigios y se asombra.
Del triste Marte en clámides de amonio
El Morador Fatal envió su frío
Mandato, que es un ángel o un demonio.
Una cosa perdí, sin ser su dueño:
Fantasma acaso, palidez de estío
Disuelta en el aroma de mi sueño.

3: El escarabajo

Me aproximé, una tarde del verano de 1946, para ver mejor la pieza de escultura primitiva que un arqueólogo profesional me había enviado aquella mañana. Según él, provenía del Gales druida y representaba al terrible Zoigor-Asenathoth, deidad primigenia regidora del Fuego Que Se Arrastra Y Enloquece. A primera vista, parece ser un escarabajo idealizado a extremos patológicos: los cuernos que lo coronan están dirigidos a puntos diferentes del espacio, su coraza estuvo recamada alguna vez de piedras preciosas (un rubí, un granate perviven) y parece hallarse en decisiva posición de ataque. Un segundo vistazo nos hace percibir algo atroz, algo inhumano y abominable, quizás en el estilo de la pieza: su barroquismo arabesco contrasta violentamente con la tosquedad primitiva de las obras celtas de entonces. O quizás ese algo provenga del material utilizado: mármol, absolutamente inencontrable en una región de piedra pómez como Dillington. Todo parece indicar que su finalidad iba más allá de lo simplemente decorativo, pues jugó en sus días un papel tan importante como el del sacerdote de mayor gradación en un culto espantoso y, por lo demás, rodeado de una espesa tiniebla reverencial. La nota que acompañaba al escarabajo justificaba el envío de la siguiente manera:

"No pierda la cabeza, Cabot, descifrando los caracteres que figuran en la sólida base de acero de la pieza. Yo, que soy un experto, la he perdido averiguando a qué idioma pertenecen. Están redactados en lenguaje Chian. Quizá esto no le diga nada, pero en Chian están redactados los Manuscritos Pnakóticos y las Arcillas de Piltdown, de rara y triste memoria. Son, para acabar pronto, el único elemento celta (iba a decir humano) de la pieza. Los sacerdotes tenían sus razones, respetables sin duda, en utilizar Chian y no runas al escribir esta frase, que supongo en verso —pues lo indescifrable a veces rima, por más indescifrable que sea—- y dirigida, más que a otros adeptos al culto, a la divinidad en torno a la cual éste circula o, al menos, a un personaje capaz de dominar unos cuantos idiomas no humanos... o que se avienen mal a los giros lingüísticos de que es capaz el hombre. Lo dejo, pues, frente a tan raro ejemplar histórico y lo conmino a usted, que tan cerca está del arte fantástico, a ejecutar una pieza que se atreva a competir en cualquier sentido con este curioso escarabajo en gran escala que, dicho sea de paso, extraje de la sección 'escultura primitiva' del museo del Chopo.
Suyo afectuoso,
Albert M. Wilcox"

Como no disponía a mis anchas de la pieza en sí, le saqué un vaciado en yeso antes de devolverla a su vulgar y empolvada vitrina. Fue tal la fascinación hipnótica que irradió a mis ojos desde el primer momento que, además, le tomé una serie de fotografías enfocadas desde diferentes ángulos para clavarlas frente a mi escritorio y así tenerlas presentes siempre. Del vaciado en yeso hice un pisapapeles como nunca había soñado tener. Pronto descubrí que, de una u otra manera, fotos y pisapapeles me inspiraban argumentos e imágenes tremendamente superiores a los que normalmente salían de mi pluma, y cargados de una energía y un estilo tales que no parecían míos, imágenes y argumentos más descabellados que los de cualquier escritor imaginativo. Fue la época de mis Gárgolas (sonetos góticos) y de mis Flores de Lemuria (cuentos de la cripta) y constituye lo que podría llamarse la etapa de influencia "benigna" del escarabajo. Entrecomillo el adjetivo porque hay en él cierta contradicción: en sentido de creatividad la influencia era positiva, pero hablando del carácter de las vibraciones, creo que ni el mismo doctor Frankenstein habría temblado tanto ante su propia creación como yo lo hice ante las mías. No quise ver el alto precio que me estaba costando la posesión simbólica de la pieza, incluso físicamente: había empalidecido y adelgazado y era presa de repentinos ataques de furia cuyas consecuencias podría narrar, si estuviera dotado del don del habla, mi gato. Las pesadillas demenciales que coronaban mis noches de apretados garabateos no bastaban para disuadirme: todo valía la pena con tal de ejecutar obras de la magnitud y profundidad que logré entonces.
Mis sueños no eran sino la continuación y epílogo de los textos recién terminados, y entre uno y otro voces insinuantes me susurraban cosas como: "Necesitamos tu cabeza y tus manos" o "Disto mucho de ser un pisapapeles, Cabot", de manera que las noches, en vez de mitigar los dolores sufridos y devolverme las energías agotadas durante el día, lo dilataban exprimiendo mi cerebro, sometido a una actividad ininterrumpida y sin término visible que, al superar los límites del cansancio, me convirtió en una máquina productora de alucinaciones incontrolables, en un obrero del delirio malgré lui. La sospecha constante de que alguien o algo espiaba mis enfermizas anotaciones desde un punto estratégico era un foco de angustia peor del que me producía la convicción irrevocable de que mi cerebro y mis manos obedecían a un impulso absolutamente fuera del alcance de mi voluntad. Mi actitud no era la del escritor, sino la del escriba, y durante los breves respiros concedidos por esa fuerza manipuladora (destinados a comer y a defecar) me partía la cabeza entablando tétricas relaciones entre ciertos libros leídos en tardes lluviosas y el nefando influjo del escarabajo. Algún párrafo de algún volumen poseía la clave, pero en vano fatigué mis últimas neuronas libres tratando de averiguar cuál. Fui a dar, por fin, con el pretexto de buscar material utilizable, a las páginas roñosas del nebuloso Libro del Kraken, del mil veces infame De Vermis Misteriis, del aborrecible y numinoso Cantos del Dhol, pero no fue sino en el blasfemo Necronomicon donde Abdul Al Azred, el delirante, supo indicarme, por medio de alusiones veladas y estrangulados murmullos, el camino a seguir.
Al Azred concilia, en un insuperable juego de artes combinatorias, el horror absoluto con la belleza más alta de que es capaz el espíritu, barnizando con poesía los caos más amorfos de la noche intergaláctica, la risa del vampiro en la oscuridad de su cripta, la desolación fatal de ciertos páramos venusinos, el enjambre de libélulas espectrales que surge, zumbando, de las profundidades de un templo cuyos únicos habitantes son el miedo y el silencio, las quejas plañideras de una parvada de demonios al cruzar el cielo encapotado del Gobi. A través de interminables páginas venenosas y como asfixiadas por una hiedra letal, nuestro árabe loco describe por primera vez la historia secreta del mundo, que refiere las discordias sostenidas entre Dioses Primigenios (Dioses ante cuya D mayúscula Dios Nuestro Señor no tiene nada qué hacer), el castigo de unos, la huida de otros y la manera ritual de liberar a los que todavía esperan, durmiendo un sueño parecido a la muerte, la hora de la Venganza. El poeta loco habla de cómo el hombre, pequeño en la grandeza de su vanidad, sigue ignorando el carácter esencial de estas Potencias, más antiguas que el mundo e infinitamente más duraderas, Potencias que no titubean en reducir a polvo al desventurado que osa inmiscuirse en sus asuntos echando un vistazo fugaz... y en el capítulo consagrado a las profecías, Al Azred nos hace dudar definitivamente de suya, en sí, dudosa lucidez, cuando asegura, en tono bíblico, el regreso del gran Cthulhu, presenciado por los hielos eternos y las diez lunas que rotarán alrededor de nuestro planeta en un futuro incierto, cuando una rara especie de escarabajos dotados de razón e inteligencia suplante al hombre, robando primero su espíritu, luego su ropaje carnal...
Paralizado ante mi descubrimiento, que corroboraba mis sospechas y les confería un halo de insoportable espanto y abismal vértigo, utilicé el poco dominio de mí mismo que me quedaba en prender fuego a mi estudio, huir del sitio lo más pronto posible y recluirme a voluntad en un asilo para locos.
Mi estancia aquí no ha de prolongarse demasiado. Ningún electroshock ha podido destruir al Demonio que llevo dentro y el acto incendiario fue un acto simbólico, inútil a fin de cuentas: la influencia del escarabajo sigue cobrando fuerzas y he redactado esto en un periodo de distracción o asueto del Monstruo Regulador de mis manos y mi cerebro... El final es inminente, pero me resisto a terminar esta narración con la misma frase que el señor Kafka utilizó para iniciar una de las suyas, No es difícil adivinar cuál...